¿Qué es admirar a una madre?

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Admirar a una madre es reconocer su fortaleza. En mi caso, admiro la valentía, esfuerzo y dedicación incansable de mi madre. Su ejemplo nos inspira a ser mejores hijos, apoyándola y obedeciéndola para retribuir su amor y sacrificio. La felicidad materna se nutre de nuestra ayuda y respeto.

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¿Qué es admirar a una madre? Ay, ¿cómo explicar eso? No es solo una frase bonita, ¿verdad? Es… un torbellino de emociones, un nudo en la garganta que se afloja solo cuando lo piensas con calma, con cariño. Para mí, admirar a mi madre… ufff, es reconocer su fuerza, una fuerza que ni siquiera sé cómo describir. Es la fuerza de quien trabaja día y noche, sin quejarse demasiado – aunque alguna que otra queja, de vez en cuando, ¡sí que se escapaba!-, para que sus hijos tengan lo mejor, aunque a veces “lo mejor” sea tan simple como un plato caliente en la mesa.

Recuerdo una Navidad, tenía yo unos ocho años, y estábamos tan justos de dinero… que apenas teníamos para la cena. Mi madre, con esa sonrisa que siempre lleva puesta, aunque a veces esconde un poquito de cansancio, logró que aquella noche fuera mágica. No hubo un festín, ni regalos lujosos, pero sí hubo amor, mucho amor, y eso, para mí, valió más que cualquier joya. Eso es lo que admiro, esa capacidad de convertir la escasez en abundancia, la tristeza en alegría, ¿cómo lo hace, eh? Es un misterio que aún sigo intentando descifrar.

Admiro su valentía, sí, la valentía que tuvo que tener para criar a tres hijos sola, trabajando de sol a sol, cuidando de nosotros como una leona protegiendo a sus cachorros. Y su dedicación… ¡ay, su dedicación! Infinita, inagotable. Es ese amor incondicional, el que te perdona siempre, incluso cuando te equivocas. Un amor que te levanta cuando caes, que te seca las lágrimas, que te empuja a seguir adelante, aunque a veces creas que no puedes más.

Admirar a una madre es también querer ser como ella, aunque, bueno, sé que es una meta un poco alta. Es querer ser tan fuerte, tan cariñosa, tan capaz de darlo todo sin esperar nada a cambio. Es apoyarla, obedecerla (bueno, ¡casi siempre!), y mimarla, porque ella se merece todo eso y mucho más. Porque su felicidad… ay, Dios mío, la felicidad de mi madre se nutre de nuestra ayuda, de nuestro respeto, de saber que le queremos con locura. Y eso, amigos, no tiene precio.