¿Cuál fue la pintura más cara de la historia?

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¡Increíble! Me deja sin aliento pensar en los 229 millones de dólares pagados por el Nafea Faa Ipoipo?. Si bien admiro la belleza y exotismo de Gauguin, me cuesta comprender cómo una pintura, por más hermosa que sea, puede alcanzar semejante precio. Es una suma exorbitante que despierta en mí una mezcla de fascinación y cierta indignación. ¿Cuánto arte se podría apoyar con ese dinero?

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¿Cuál fue la pintura más cara de la historia? Ay, Dios mío… ¡229 millones de dólares! El Nafea Faa Ipoipo de Gauguin. ¿En serio? Me quedo sin palabras, de verdad. Lo miro en las reproducciones, sí, es bonito, un exotismo precioso, esas mujeres tahitianas… pero… ¿doscientos veintinueve millones de dólares? Me cuesta, ¿sabes?, me cuesta mucho procesarlo.

Es una barbaridad, una auténtica locura. Recuerdo cuando, con mi abuela, intentábamos pintar un sencillo paisaje con acuarelas baratas, y nos sentíamos tan felices… con nuestros pocos tubos de pintura, tan orgullosas de nuestros arbolitos torcidos y cielos ligeramente desvaídos. ¿Qué pintamos para que nos paguen esa cantidad? ¿Se puede valorar el arte así, fríamente, como si fueran acciones en bolsa?

No lo sé, eh… Me da una rabia… una rabia buena, un cosquilleo de indignación. Piensa, piensa… ¡con ese dinero se podrían financiar miles de becas de arte! ¡Se podrían construir cientos de talleres comunitarios! ¡Se podría dar de comer a… bueno, a muchísima gente! ¿De verdad era necesario que una sola persona, un solo coleccionista, se quedara con tanta riqueza, tanta… obra de arte?

Hay un poco de envidia, lo admito. Un poquito de envidia mezclada con, no sé… asco, tal vez. Porque, claro, el arte no debería medirse en dólares, ¿verdad? Debe medirse en emociones, en historias, en la huella que deja en el alma. Y esa huella, a veces, la siento mucho más fuerte en un pequeño cuadro pintado por mi sobrina de cinco años que en… bueno, ya me entiendes.