¿Cómo se alumbraban las calles en la Edad Media?

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La iluminación urbana en la Edad Media era inexistente. Los ciudadanos que circulaban por las calles nocturnas, escasos y en su mayoría armados, llevaban sus propias fuentes de luz: velas, antorchas, candiles o linternas, para sortear la oscuridad.

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La tenue luz en la noche medieval: más allá de la oscuridad

La imagen romántica de la Edad Media a menudo olvida un detalle crucial: la oscuridad. Lejos de la iluminación omnipresente de nuestras ciudades modernas, las calles medievales se sumergían en una profunda negrura al caer el sol. La idea de una iluminación urbana pública, como la entendemos hoy, era completamente ajena a la realidad de la época. Imaginar la vida nocturna medieval requiere comprender esta ausencia de luz y sus implicaciones.

Si bien es cierto que la mayoría de la población se recogía al anochecer, limitando la actividad en las calles, la necesidad de desplazarse durante la noche no desaparecía por completo. Aquellos que se aventuraban en la oscuridad, generalmente por motivos urgentes o profesionales como médicos, vigilantes o mensajeros, debían valerse de sus propios medios para iluminar el camino. La iluminación, por tanto, era una responsabilidad individual, no un servicio público.

Las fuentes de luz disponibles eran limitadas y precarias. Las velas, protegidas del viento por faroles rudimentarios o simplemente sostenidas con la mano, ofrecían una luz débil y trémula, apenas suficiente para distinguir los obstáculos más inmediatos. Las antorchas, más potentes pero de corta duración y con el riesgo añadido del fuego, se reservaban para ocasiones especiales o para quienes podían permitirse el gasto. Los candiles, pequeños recipientes de aceite con una mecha, proporcionaban una luz algo más estable que las velas, aunque igualmente limitada en alcance. Finalmente, las linternas, con sus cuerpos de madera, metal o incluso cuerno y protecciones de tela o cristal para resguardar la llama, representaban una opción más sofisticada y segura, aunque también más costosa.

Esta escasez de luz contribuía a la inseguridad de las calles nocturnas. La oscuridad proporcionaba cobertura a ladrones y malhechores, lo que explica que quienes se aventuraban de noche solían ir armados, no solo para defenderse de posibles ataques, sino también para disuadir a los criminales con su presencia visible, aunque tenuemente iluminada.

Más allá de la mera funcionalidad, la luz en la Edad Media adquiría un significado simbólico. La llama, precaria y vulnerable, representaba la fragilidad de la vida humana frente a la inmensidad de la noche. En un mundo dominado por la superstición y la creencia en lo sobrenatural, la oscuridad se asociaba con lo desconocido, con las fuerzas del mal que acechaban en las sombras. La propia luz, por contraste, se convertía en un símbolo de protección, de esperanza, de la lucha contra las tinieblas, tanto físicas como espirituales. Así, la tenue luz de una vela o un candil en la noche medieval no solo iluminaba el camino, sino que también representaba un pequeño acto de resistencia contra la oscuridad imperante.

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