¿Cuando un alimento está malo?

¿Cuándo un alimento está malo? Uf, ¡esa es la pregunta del millón, ¿no?! A veces uno lo ve clarísimo, otras… no tanto. Digo, una fruta pocha, ¿quién no la reconoce? Manzana arrugada, plátano negro… al tacho, sin pensarlo dos veces. Me acuerdo una vez que compré unas fresas divinas, rojas, brillantes… las dejé dos días en la nevera y ¡zas! Puro moho gris, ¡qué asco! Ahí sí que no hubo dudas.

Con las verduras es parecido. Una lechuga mustia, un tomate blando… ¿para qué arriesgarse? Yo una vez intenté salvar una berenjena que se veía un poco triste, le corté la parte fea y… terminé con un dolor de estómago horrible. Lección aprendida: mejor prevenir que curar.

La carne, el pollo, el pescado… ahí la cosa se pone más seria. El olor es clave, ¿verdad? Ese olorcillo agrio, como a amoníaco… ¡ni se te ocurra probarlo! El color también. Una vez compré un pollo que se veía un poco pálido, no sé, como apagado. No olía mal, pero por las dudas lo tiré. ¿Paranoia? Tal vez. Pero, ¿vale la pena arriesgar la salud? Y el pescado… uf, con el pescado hay que tener mil ojos. Ojos hundidos, escamas sueltas… mala señal. Recuerdo que mi abuela, que era una cocinera de aquellas, siempre decía que si el pescado huele a pescado, ¡es que está malo! Ella se fijaba mucho en la textura también.

Y ni hablar de los hígados y las vísceras… si tienen un olor fétido, color oscuro y una textura, como… gelatinosa… ¡sal corriendo! Una vez vi un hígado de pollo en el súper que parecía… bueno, mejor no entrar en detalles. Basta decir que me fui de ahí sin comprar nada.

En resumen, si un alimento te da mala espina, aunque sea un poquito, ¡deséchalo! No vale la pena jugársela por unos pocos pesos. He leído por ahí que las enfermedades transmitidas por alimentos afectan a millones de personas al año… no sé la cifra exacta, pero vamos, que son muchísimas. Mejor no ser parte de la estadística, ¿no?