¿Qué le dijo una piedra a la otra?
Un peñasco, cansado de la inmovilidad y la erosión constante, se quejó a su compañera rocosa. Le confesó, con un dejo de resignación mineral, lo difícil y persistente que sentía la existencia, marcada por la quietud y el desgaste lento e implacable del tiempo. La inmensidad del paisaje parecía amplificar su sentimiento de fatiga pétrea.
El Susurro de las Eras: ¿Qué le dijo una piedra a la otra?
Un peñasco, viejo como el tiempo mismo, se quejaba. No con un grito desgarrador, ni con un temblor que fracturara su milenaria estructura, sino con un susurro apenas perceptible, un suspiro geológico que solo otra piedra, bañada por las mismas lluvias y azotada por los mismos vientos, podría comprender. Su compañera, una roca de forma más redondeada, pulida por siglos de incesante roce con la arena, permanecía impasible, testigo silenciosa de la letanía pétrea.
“Hermana,” musitó el peñasco, su voz un eco distante, un imperceptible cambio en la resonancia del viento entre sus grietas, “la eternidad se hace pesada. Este incesante desgaste, esta lenta y silenciosa disolución… ¿No lo sientes tú también? La lluvia que me taladra, el sol que me quema, el viento que me desgasta… todo ello contribuye a una fatiga que se arraiga en lo más profundo de mi ser, en la misma esencia de mi mineralidad.”
La roca redondeada, en respuesta, no emitió sonido alguno. Su respuesta fue un leve desplazamiento, un imperceptible cambio de posición que solo la paciente observación de siglos podría detectar. Fue un movimiento de solidaridad, un gesto de comprensión silenciosa, nacida de una experiencia compartida a través de eones. Entendía la fatiga del peñasco, la melancolía de la inmovilidad eterna. Había sentido la misma lenta, inexorable erosión, el mismo implacable avance del tiempo que transformaba la roca en polvo, grano a grano, milenio tras milenio.
El peñasco continuó su lamento, no para pedir consuelo, sino para compartir la carga de su existencia. Habló de la inmensidad del paisaje, de cómo la grandeza del valle, del cielo y del mar, que antes lo llenaban de una silenciosa admiración, ahora parecía magnificar su soledad, su insignificancia ante la inmensidad del tiempo. Habló de la vista panorámica, del lento discurrir del río, de las estaciones que cambiaban sin que él pudiera moverse un ápice.
La roca redondeada, en su silencio, respondía con la compañía de su presencia. Su existencia, igual de larga e inmóvil, era un testimonio silencioso de resistencia, de la capacidad de soportar el peso del tiempo sin sucumbir a la desesperanza. En la quietud compartida, en la mutua comprensión de una existencia marcada por la inmovilidad, se encontraba un consuelo más profundo que cualquier palabra. Porque algunas veces, la más elocuente respuesta no se encuentra en el lenguaje articulado, sino en la compartida experiencia de la eternidad, en el susurro silencioso de las eras. Y en ese silencio, en esa resonancia cósmica, la piedra y el peñasco encontraron una extraña y pétrea paz.
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